En el número de diciembre de la revista 21 acaba de salir publicado este artículo previo a las elecciones presidenciales y parlamentarias en Ghana, país que visité este pasado verano de la mano de Ángel Gonzalo y de su mujer, Elena, dos seres humanos increíblemente generosos.
Las elecciones tuvieron lugar el pasado 7 de diciembre y, como estaba previsto, el ganador fue John Mahama, candidato del partido gobernante. Pese a algunas protestas más bien minoritarias, acusando al Gobierno de adulterar los resultados, las elecciones se han desarrollado en medio de la calma general. Por encima de los muchos defectos que pueda tener la democracia en este Ghana, sus ciudadanos la aprecian por encima de muchas cosas. Ahí va el texto, por si sirve.
Una esperanza para África
Este mes de diciembre, Ghana celebra
elecciones presidenciales y parlamentarias. Serán las quintas consecutivas
desde que a comienzos de los noventa se restauró la democracia. Considerado un
ejemplo para el resto de países de África, tanto por su democracia como por su
alto crecimiento económico, el país no vive al margen de los problemas que
afectan al continente, pero sus ciudadanos valoran, por encima de todo, la
oportunidad de solucionarlos democráticamente.
Ghana. Su nombre tiene algo de mítico.
El padre de la patria, Kwame Nkrumah, lo tomó de un antiguo imperio africano
para sustituir a la colonialista denominación de Gold Coast (Costa del Oro).
Para muchos, aquí empezó la moderna historia de África: en 1957, Ghana se
convirtió en la primera colonia europea del África subsahariana en acceder a la
independencia.
Actualmente, Ghana es una democracia
consolidada y un país con unos índices macroeconómicos más que aceptables. Esa
democracia se verá más consolidada cuando, a principios del mes de diciembre,
Ghana celebre elecciones presidenciales. John Mahama, actual presidente tras la
muerte en julio de John Atta Mills, es favorito para continuar con el Gobierno
del Nuevo Partido Democrático (NDP, en siglas inglesas). Un gobierno que ha supuesto
prosperidad para el país, sobre todo tras el descubrimiento y el comienzo de la
explotación, en 2010, de los pozos de petróleo de la región de Tema, en la
costa.
La muerte de Atta Mills dio paso a
gigantescas manifestaciones de luto en todo el país. Este periodista estaba
allí en esos días y pudo observar como prácticamente todo el mundo vestía
prendas rojas y negras en señal de duelo. Enfrente de los edificios oficiales,
grupos de decenas de personas se congregaban para cantar –o danzar– las alabanzas
del difunto. La radio retransmitió las numerosas y prolijas ceremonias de los
funerales al completo. La foto de un sonriente Atta Mills era omnipresente en
grandes vallas publicitarias, sedes de su partido, mercados o capós de tro-tros
(los minibuses que constituyen prácticamente el único medio de transporte
público en el país).
También dio lugar a multitud de
especulaciones. Aunque en Ghana la salud del presidente es considerada secreto
de estado, se sabía que John Atta Mills padecía cáncer. Sin embargo, uno de los
cotilleos favoritos en África cuando alguien muere más o menos repentinamente
es la posibilidad de que haya sido envenenado. Y todo el mundo en Ghana, con
mayor o menor grado de escepticismo, se hizo eco de la posibilidad.
Pero, por encima de especulaciones y
lutos, dos palabras resonaban en las bocas de la gente: unidad democracia. El
traspaso de poderes al vicepresidente, John Mahama, no supuso ningún problema.
Todo el mundo aceptó el relevo con total normalidad.
Una historia convulsa
No siempre ha sido así en la historia
de Ghana. Kwane Nkrumah, el padre de la patria, fue expulsado del poder
mediante un golpe de estado en 1967. Su ideal visionario de un África unida le
hizo perder pie en la realidad, y mientras el luchaba por unos Estados Unidos
de África que blindasen al continente contra todo tipo de colonialismo o
neocolonialismo, la vida del día al día se iba haciendo insufrible en un país
mal gestionado en el que el mismo Nkrumah y la clase dirigente del partido
único, el Partido de la Convención del Pueblo (CPP, en siglas inglesas), iba
amasando ingentes fortunas.
Desde entonces hasta 1981, la vida
política del país fue un vaivén infortunado de golpes militares, breves
interregnos de precaria democracia y gobiernos corruptos. Jerry Rawlings, un
carismático teniente de aviación mulato, puso fin a este estado de cosas. Tomó
el poder e instauró una férrea dictadura de diez años. En 1990 comenzó una
transición a la democracia no exenta de problemas. De hecho, algunos consideran
que la dictadura duró de hecho hasta que en 2000 el triunfo en las elecciones
del candidato de la oposición, John Kufuor, fue reconocido por Rawlings.
Tras los dos mandatos presidenciales de
Kufuor, el NDP volvió al poder encabezado por el menos volcánico John Atta
Mills. La alternancia fue pacífica. El país, en el que las divisiones étnicas
existen pero no han generado alineamientos partidistas claros como en otros
lugares de África aprendía a respirar en paz, y el hallazgo de petróleo supuso
también una inyección de optimismo.
Accra, espejo de contradicciones
Accra, la capital de Ghana, es una
caótica ciudad de más de dos millones de habitantes. La polución y un atasco de
tráfico que al visitante le parece permanente son una de las constantes de su
la vida de la ciudad. Una ciudad de contrastes que reflejan los contrastes del
país. En las elegantes avenidas de la Independencia y de la Liberación y en la
calle Oxford hacen su vida el personal de embajadas, compañías comerciales
extranjeras y expatriados de las ONG y se encuentran los restaurantes chic,
las embajadas y consulados occidentales, los grandes hoteles y las grandes
oficinas bancarias.
Es una vida que nada tiene que ver con
la de, por ejemplo, los habitantes de Jamestown Beach, un slum de
precarias casas de madera en el que vive la comunidad de pescadores de la
ciudad. Aquí, en temporada alta de pesca, llegan a vivir hasta 3.000 personas.
Sin embargo, en un país cuya economía creció un 10% en 2011, la única escuela
que existe en este o barrio que se extiende a la sombra del fuerte James,
antaño símbolo del poder colonial inglés, es la que ha puesto en marcha la
comunidad. Los pobladores de Jamestown Beach se han unido para construir un endeble entramado de tablas y
plásticos y reunido con mucho sacrificio algo de dinero para comprar un mínimo
material educativo y pagar alguna pequeña compensación a los profesores que
acuden a dar clase a unas dos docenas de niños divididos en dos niveles.
Falta de infraestructuras
La carencia de infraestructuras
educativas es notable en todo el país. La escuela de Jamestown Beach no es la
única escuela comunitaria que me encontré durante mi estancia de quince días en
el país. Sólo en Ada, una apacible ciudad costera a dos horas de distancia de
Accra, estuve en otras dos. Muchas de ellas han sido construidas con la
colaboración de la cooperación extranjera. Bien de la cooperación oficial o
bien de la cooperación de expatriados extranjeros instalados en Ghana.
Es el caso de la escuela de Anyakpor,
cuya construcción han financiado dos amigos españoles, Ángel y Elena. Una
sencilla pero sólida estructura de bloques de cemento, rematada por un tejado
de madera y chapa da ahora cobijo a casi un centenar de niños de la comunidad,
un barrio de pescadores en el que abundan las familias numerosas y los
huérfanos: el mar es cruel y sus olas no respetan a padres de familia. La
escuela ya funcionaba precariamente, bajo los auspicios de una de las muchas
iglesias evangélicas locales, antes de que Ángel y Elena llegaran aquí. Ahora
lo hace en un local digno del nombre de escuela.
La educativa no es la única carencia
del país. El hospital de distrito de Ada está considerado el segundo mejor
hospital público del país. Aunque sus instalaciones distan de alcanzar el nivel
estándar de un hospital europeo, son bastante buenas. Sin embargo, se quedan a
menudo sin suministro de luz y agua. Los generadores alimentados con gasolina
apenas sirven para mantener en funcionamiento algunas cámaras frigoríficas en
las que se guardan medicamentos e instrumental médico esencial. Los tres
doctores del hospital, apoyados ocasionalmente por personal voluntario europeo,
deben atender una población de unos 160.000 habitantes. De las tres ambulancias
con que cuenta el hospital, sólo una es realmente operativa.
En buena medida, Ada es también un buen
reflejo de las contradicciones del país. Al lado de comunidades
extraordinariamente pobres como la de Anyakpor encontramos el mundo de los
ricos ghaneses y expatriados que acuden a esta localidad a descansar los fines
de semana de la ajetreada vida de Accra: los libaneses que han comprado islas
enteras en esta región en la que el Volta vierte sus aguas al Atlántico, los
políticos y hombres de negocios ghaneses que tienen su segunda residencia en la
que les guardan sus yates y motos de agua, los europeos que trabajan para
multinacionales y acuden a reposar en el lujoso hotel Tsarley Korpey.
Fe en la democracia
El crecimiento con desigualdad es una
nota dominante de la economía ghanesa. Y será el principal desafío del nuevo
gobierno repartir la riqueza proveniente del crecimiento entre los distintos
estratos de la población. Los ghaneses que albergan una mínima conciencia
crítica lo tienen claro. También tienen claro que, con todos sus defectos, la
forma de llevar a cabo ese objetivo es la democracia.
Este es el sentimiento que domina entre
los miembros de la redacción de noticias de Radio Ada, una emisora comunitaria
que emite en dangme, la lengua local mayoritaria en la región. Guillaume y
David son dos de sus periodistas voluntarios. Jóvenes despiertos e inquietos,
son buenos informadores, pese a no haber pasado por la universidad. Y la
palabra democracia asoma constantemente en su discurso. “Ya hemos hecho muchos
experimentos de gobierno en este país, aseguran, y no han funcionado. Lo que
mejor funciona es la democracia. No queremos perderla”.
Citan el ejemplo de la vecina Costa de
Marfil, inmersa en un embrollado conflicto étnico-político desde la muerte del
padre de la patria, Félix Houphouet-Boigni, como un hecho terriblemente negativo.
Y es cierto que, tras 10 años de guerra civil abierta o soterrada, la antaño
próspera ex colonia francesa es un lugar en el que reina la incertidumbre y el
desasosiego.
Joshua, un despierto joven de 18 años
que se prepara para ingresar en la universidad, también asegura que la democracia
debe preservarse por encima de todo. Y Jawi, un rasta que frisa la treintena, a
pesar de exaltarse hablando de las hazañas bélicas y del carisma como líder del
ex presidente Rawlings –hasta cuya casa natal me conduce en Keta, otra de las
ciudades de la costa ghanesa-, afirma convencido que, si bien el golpe de
estado del entonces teniente de aviación fue necesario, la democracia es lo
mejor que tiene hoy en día Ghana.
Los retos están ahí. Ghana es un país
que mira al futuro sin dejar de mirar al pasado: los jefes tradicionales son
una autoridad todavía muy presente en la vida cotidiana de sus gentes, que
siguen creyendo en la magia y en la brujería al mismo tiempo que llena los
cibercafés y sigue de cerca el desarrollo de las ligas de fútbol europeas. El
país crece con desigualdad. La corrupción y la economía sumergida siguen siendo
un hecho común. Las carencias de infraestructura y servicios, especialmente en
los slums de las grandes ciudades y en las extensas áreas rurales del país son
innegables. Pero es un país en el que, por encima de todo, su gente cree en la
democracia. Y eso supone, en cualquier sitio pero más en el contexto africano,
una gran esperanza.
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