23 de junio de 2013

El miserable verano inglés

Había oído hablar de él, por supuesto. Pero es muy diferente escuchar que vivir. Hoy es 23 de junio y desde mi ventana se divisa un día desapacible. Un día casi de invierno. El cielo está completamente gris, es más que probable que llueva y el viento agita permanentemente las copas de los árboles que rodean mi casa. No es que sea un día particularmente malo. Ha sido así toda la semana. No he mirado la previsión del tiempo para la que viene, pero es bastante posible que el tiempo no cambie mucho.
En momentos así, me acuerdo de la risa de Chiara, una compañera de trabajo, cuando le dije que mi plan era no tomar unas vacaciones largas hasta septiembre u octubre porque así podría disfrutar del verano aquí. "Yo también hice eso mi primer verano en Londres", alcanzó a decir, antes de soltar una carcajada.
La belleza de esta ciudad es una belleza dura, como su clima. Como su gente. Incluso los ingleses más abiertos e internacionalistas que conozco están orgullosos de su peculiar manera de hacer las cosas. De su capacidad, a veces fronteriza con la arrogancia, de adaptarse a situaciones duras, de su estoicismo, de su flema.
Cuando llevas un tiempo viviendo aquí no te sorprende en absoluto. Nunca sabes cuándo vas a tener sol, cuando el tiempo te va a permitir relajarte tranquilamente en un parque, disfrutando del aire libre. Los nativos (y los no nativos camino de naturalizarse después de años viviendo aquí) aplican ese estoicismo del que hablaba y no renuncian a usar la manga corta o las sandalias, coger la bici, hacer barbacoas o cualquier otro tipo de cosas que en un país acostumbrando al sol y la buena temperatura nos parecen locuras.
Para gente como yo acostumbrada a latitudes más cálidas puede ser bastante deprimente. Sé de más de un caso de gente que no ha podido aguantarlo y se ha vuelto. No les critico. Más bien al contrario, tienen toda mi solidaridad.
Por otra parte, aunque los ingleses se resistan a reconocerlo y pongan al mal tiempo buena cara, a ellos también les pesa. Sus conversaciones están llenas de sarcásticas referencias metereológicas y sus vacaciones siempre buscan ese rayo de sol hua-co-co que ilumine un poquito su corazón. Se cuenta que incluso Alex Ferguson, el mítico entrenador del Manchester United, recién retirado, sometía a sus jugadores a sesiones de rayos uva para aumentar su tono vital y mejorar su rendimiento.
Aún con las cosas buenas que me van pasando aquí, que no son pocas, no puedo dejar de echar la vista atrás y sentir nostalgia cuando hablo con mi gente y me cuenta de las cosas, las personas y los lugares que identifico como míos. Hay ratos en los que estar sentado en una terraza en Toledo, Guadalajara o Madrid tomando una cerveza a las diez de la noche y sintiendo el alivio de una ligera brisa tras un día de calor me parece el mayor de los placeres imaginables.
Todo tiene sus pros y sus contras, claro. Así, el día en que una tarde de cielo despejado ilumina los normalmente grises y mustios edificios de esta incansable ciudad de comercio, dinero, almas rotas y vagabundos venidos desde los confines de todo el universo conocido, la alegría que sientes es difícilmente descriptible. Tomar una pinta sentado en las mesas exteriores de un pub apurando las horas de luz del verano te hace sentir en el paraíso. Ni siquiera importa si la conversación es buena o no. El simple hecho de estar allí te hace creer que es posible relajar los hombros, bajar las defensas y pensar que esta ciudad no es sólo un lugar de destierro, sino un sitio en el que poder construir una vida. En eso estamos.
Para cerrar este post os invito a escuchar algunas canciones que me acompañan estos días. Sé que me repito (en los post y en las canciones), pero me da absolutamente igual. Además, por supuesto, no tenéis ninguna obligación de oírlas.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Hace el mismo tiempo en Bruselas...